
Ilustración: Paloma Milla
Carlos E. Bojórquez Urzaiz
Pocos lugares me recuerdan tanto a mi padre como el parque de San Cristóbal, ese rincón de Mérida donde la luz tenue de sus lámparas y la relativa dispersión de los vecinos que antaño paseaban por su entorno, contrastan con las palabras que papá empleaba para describir la alegría que reinaba en su barrio. Siempre admiré sus referencias al suburbio, sus recuerdos indelebles que ahora lo relacionan con el lugar, como si fuera un territorio tan personal que nunca pudimos experimentar en carne propia alguno de sus relatos. “Mi barrio” fue acaso su expresión constante para decir que era el espacio singular al que pertenecía, suyo y no de mis hermanos o de mi madre, menos mío, que habiendo nacido y crecido en otras partes de la ciudad, veíamos San Cristóbal a través del cristal de su mirada.
Valiéndose de esas palabras, sin titubeos mi padre se trasladaba al rumbo de su nostalgia, como quien retorna en peregrinación al lugar largamente añorado, venerable y hasta cierto punto santo, pues a muchos consta que antiguamente este barrio daba para presumir esas y otras cosas más, influidos por la ternura de sus calles sin pavimento, pero imborrables porel croar de las ranas que nos adormecían cuando pasábamos la noche en casa de los abuelos.
Por diferentes razones papá podía reducir- jamás cancelar- sus visitas a su barrio, o acaso tenía que alternarlas un sábado sí y otro no, debido sobre todo a que por línea materna San Cosme reclamaba también nuestra presencia, aunque debo reconocer que las alusiones que hacía mi madre a su suburbio eran mucho más discretas. Este rumbo llegué a considerarlo como el más vegetal de Mérida y quizás lo era y lo siga siendo, sin embargo, su ámbito se circunscribía a lo familiar, ya que todo era más consanguíneo y las menciones que hacíamos señalaban directamente el hogar de tal o cual tío. San Cristóbal, en cambio, comprendía una extensión más amplia, era como si habláramos de un municipio, con parroquia, cine, feria y un mercado bastante cercano.
De antemano sabíamos que la noche de cada 11 de diciembre mi padre recogería una muda de ropa, porque asistiría desde la víspera al día de la Virgen de Guadalupe, a cuya devoción se erigió la iglesia del barrio de San Cristóbal. Había verbenas y no sé cuántos festejos que antecedían, y que hasta la fecha preceden, las festividades religiosas a las que papá asistió puntual hasta el día de su muerte. Tenía muchos amigos de procedencia libanesa que habitaban las casas aledañas a la suya desde que se asentaron en la ciudad de Mérida.Estos recuerdos que reponen un pasado hermoso, pero que veo poco cuando atravieso las calles de San Cristóbal, guardan relación con una realidad de Valladolid, ciudad donde residí varios años, y donde la alegría infantil irrumpía en los parques recién rehabilitados, cuya vitalidad estaba presente todas las tardes, debido a que los vecinos continúan habitando sus antiguas casas. Alguna vez conversé el tema con el alcalde Homero Novelo, quien siendo alcalde de esa ciudad ha tenido la visión de reanimar los parques, y comentó que su intención era tratar de impedir que los barrios vallisoletanos fueran abandonados para mudarse a la prefiriera de la Sultana de Oriente, donde se construyen modernos complejos habitacionales. Recuerdo haber felicitado al alcalde por tratar de evitar que los vallisoletanos tuvieran la necesidad de acudir a la nostalgia para revivir los tiempos que se fueron, como trato de hacer en estos párrafos dedicados al barrio de San Cristóbal.


