El 13 de diciembre de 2024, un viaje en el crucero Navigator of the Seas de Royal Caribbean, con destino a México, concluyó en una tragedia. El pasajero, identificado como Michael Virgil, de 35 años, había adquirido el paquete “deluxe” de bebidas ilimitadas. Según la demanda presentada por su prometida, durante unas horas se le sirvieron al menos treinta y tres bebidas alcohólicas.
Tras consumir esas bebidas, Virgil se desorientó: al parecer salió del bar tratando de ubicar su camarote —que no estaba listo—, y se alteró. Testigos filmaron ese momento. Un video muestra al hombre visiblemente agresivo, intentando patear una puerta y amenazando con violencia.
La tripulación intervino para reducirlo, reza la demanda: agentes lo sometieron usando su peso corporal, le aplicaron un sedante (Haloperidol) y usaron gas pimienta. El informe forense concluyó que la muerte fue causada por “asfixia mecánica, obesidad, cardiomegalia e intoxicación etílica”, derivadas de la inmovilización durante la sujeción y la ingesta de alcohol, por lo que fue calificada como homicidio.
La demanda —presentada en una corte del sur de Florida— acusa a la naviera de negligencia: de no haber detenido la venta de alcohol pese a los signos visibles de embriaguez, y de no contar con protocolos adecuados para tratar una situación de riesgo. La viuda argumenta que la empresa “priorizó ganancias sobre la seguridad de los pasajeros”.
Este caso reaviva un debate profundo: ¿hasta dónde llegan las responsabilidades de compañías que ofrecen “bebidas ilimitadas”? ¿Qué protocolos deberían existir para prevenir tragedias cuando el alcohol y la fuerza se combinan? El desenlace fatal de un viaje familiar —que también incluía a un niño de siete años— evidencia las consecuencias extremas de decisiones empresariales que pueden poner en riesgo la vida.


