El domingo 19 de octubre de 2025, mientras el Museo del Louvre ya estaba abierto al público, cuatro ladrones disfrazados de obreros protagonizaron uno de los robos más audaces de las últimas décadas. Utilizando un montacargas común en mudanzas, accedieron a un balcón del edificio por el lado del río Sena, y desde allí irrumpieron en la galería donde se guardaban las joyas de la corona francesa. Con una cortadora de disco rompieron el vidrio de una vitrina, amenazaron a los agentes presentes, y en menos de ocho minutos —cuatro de ellos dentro del museo— se llevaron nueve piezas históricas.
Pero la parte más sorprendente —y reveladora de fallas graves— fue su escapatoria. Según una investigación oficial, los ladrones “escaparon con apenas 30 segundos de margen” antes de que guardias o policías pudieran interceptarlos. Solo una de las dos cámaras de seguridad en el punto de entrada funcionaba, y el sistema de monitoreo carecía de pantallas suficientes para vigilar en directo todas las zonas críticas.
Además, el balcón por el que ingresaron había sido identificado años atrás como un punto vulnerable, pero nunca se reforzó. Aun con la detención de los cuatro sospechosos, las joyas robadas —valuadas en 102 millones de dólares según el informe— siguen desaparecidas.
Este atraco no solo representa una pérdida incalculable para el patrimonio histórico y cultural de Francia, sino que también evidencia cómo las advertencias previas sobre deficiencias en seguridad fueron ignoradas. El golpe ocurre en un museo emblemático, uno de los más visitados del mundo, lo que lo convierte en una humillación para las autoridades encargadas de proteger el legado nacional.
Mientras continúa la investigación, las interrogantes se multiplican: cómo fue posible que un robo tan audaz ocurriera en pleno día, ante vigilancia insuficiente; por qué no se reforzaron las alertas tras auditorías anteriores; qué tan prioritario es, para instituciones culturales de renombre, asegurar su valioso patrimonio frente a las exigencias de modernización. Esto pone en evidencia que, bajo la fachada de piezas de valor incalculable, lo que realmente se juega es la credibilidad de quienes deben proteger el legado colectivo.


