Como muchos, llegué a creer
que Hillary Clinton ganaría la presidencia de los EE.UU. La ingenuidad del
optimismo. ¿Podía ganar la elección una mujer tímidamente liberal y apoyada por
negros, mexicanos, musulmanes, homosexuales y otra minorías, frente a un energúmeno
machista, racista, xenófobo y supremacista norteamericano, apoyado por la
Asociación Nacional del Rifle y el Ku Klux Klan? Hoy, azotado contra la
realidad, no puedo sino notar que el triunfo de Trump era lógico.
Como muchos mexicanos, consumo
regularmente productos culturales norteamericanos: televisión, cine, literatura
diversa, caricaturas, noticias, música y hasta deportes. ¡Son buenos estos
gringos para plasmarse en sus obras! Así, mirando hacia atrás, como al final de
ciertos juegos, podemos ver las grandes claves ideológicas, que ahora parecen
obvias, del resultado electoral. Basta poner atención a lo que ellos dicen de sí
mismos.
La gran premisa de su ética
social es que de ninguna manera todos los seres humanos valen lo mismo. La vida
de un norteamericano, en cualquier circunstancia, es un valor superior al de
cualquier otra vida. Si en la venganza por los atentados de las torres gemelas
de Nueva York murieron cien veces más personas que en el ataque mismo, no hay
nada que reprocharse; si los cazadores de mexicanos asesinan a indocumentados
que cruzan la frontera no hay culpa en ellos, pues defendían su territorio; y
si a la silla eléctrica van a parar más personas cafés que rosadas, no hay
motivo de preocupación en ello, pues se les tiene como delincuentes por
naturaleza.
Con esta premisa, la idea de
deportar masivamente mexicanos y cerrar la frontera, amén de la alevosía de
obligar a nuestro país a pagar el muro, lejos de producir indignación genera
consenso, especialmente entre las masas de blancos maltratados por el modelo
económico, y que encuentran en los inmigrantes un foco propicio para el
resentimiento. Su diferencia nacional y racial, aunque parezcan blancos, los
hace despreciables, con la ventaja añadida de que en general se encuentran en
condiciones de infinita debilidad, siendo particularmente aptos para el abuso y
el escarnio, características debidas de la euforia triunfal.
El machismo se desprende como
corolario ineludible de esa premisa. El ejercicio de la debida violencia,
fuente última y argumento final de los derechos de los EE. UU. sobre el mundo,
sólo puede depositarse con confianza en hombres, considerados por naturaleza
libres de las debilidades atribuidas al carácter femenino, como la resistencia
a torturar o matar. No es casual que en la particular reivindicación
norteamericana de la igualdad de género se promuevan heroínas capaces de
hacerlo con más soltura que cualquier cowboy de antaño. Caminos semejantes
siguen las ideas sobre los debidos derechos a excluir, a sojuzgar, a ignorar
los derechos humanos y las leyes internacionales. La igualdad de derechos, de
personas o naciones, es una trampa, una argucia para escamotear la supremacía
de la Norteamérica blanca, de los Estados Unidos, el número uno.
La opción de Hillary, por no
hablar de Jill Stein, no ofrecía un combate épico para acabar a un enemigo
tangible y concreto, como los mexicanos que quitan el empleo a los blancos.
Trump, por el contrario, con su actitud soez y prepotente, con su misoginia y
su racismo, con su xenofobia y su supremacismo, amén de su megalomanía, abría
para el electorado blanco un camino fácil, rápido… y equivocado.
A nosotros, por lo pronto, no
nos queda más opción sensata que la de iniciar desde ya el largo camino de
deconstruir la dependencia general que hoy tenemos del vecino del norte.