Por: Fernando Belaunzarán.
El resbalón de las autoridades al apresurarse a difundir la versión de los celos como móvil en el caso de Artz Pedregal nos debe servir como alerta para no irnos por la fácil.
No todo es lo que parece, nuestros sentidos en ocasiones nos engañan y es un error precipitarse en concluir lo que antes debe ser verificado. La respuesta más simple no siempre es acertada y el apremio por responder favorece la equivocación. Las razones de los implicados tienen que ser consideradas, pero también corroboradas. Buscar racionalidad a las decisiones y explicaciones a los acontecimientos implica aproximarse con curiosidad y no pocas dudas; hacer gala de un inquieto escepticismo puntilloso, hurgando en lo que se oculta o no se dice.
El resbalón de las autoridades de la Ciudad de México al apresurarse a difundir la versión de que unos infernales celos fueron el móvil del doble asesinato en una exclusiva plaza en el Pedregal, cuyas víctimas eran criminales israelíes y los victimarios escaparon disparando armas de alto poder, porque eso les dijo la señuelo con peluca que atraparon y porque tenían la necesidad política de resolver el caso a la brevedad, que nos sirva de alerta para no irnos por la fácil, también en otros ámbitos menos sangrientos.
Explicar la inquina presidencial contra los órganos constitucionales autónomos choca con el estilo personal de gobernar que antepone la descalificación moral de personas, trayectorias e instituciones sobre los argumentos, desviando la discusión hacia adjetivos, pontificaciones, información sesgada y satanización prejuiciosa de todo lo anterior a la nueva administración.
A pesar de ello, sería un error perder la pista de la racionalidad por caer en la trampa de abordar las diferencias políticas como si se tratara de conflictos personales. Decía Friedrich Nietzsche que hasta en la pasión más desbordada habita un quantum de razón. La labor del analista es desentrañarlo y constatar que haga sentido.
Es sintomático que el jefe del Ejecutivo califique de “moda” la creación de instituciones autónomas que coincidieron con el periodo de transición a la democracia. Fueron conquistas ciudadanas empujadas desde la oposición y que se explican por los excesos del presidencialismo omnipotente o, si se prefiere, por la necesidad de contar con órganos no capturados por el poder político ni sus trabajos condicionados por las luchas partidistas.
Se diseñaron para realizar funciones de Estado de gran importancia con independencia de la facción que gobierne; factores de estabilidad, gobernabilidad y confianza. Es verdad que las cuotas en su integración y las presiones políticas en ocasiones hicieron que algunos se quedaran cortos en sus resoluciones y pudieron darse excesos, pero el saldo es sin duda favorable y sería un grave retroceso tirar al niño con el agua sucia.
Al hiperpresidencialismo que ha retornado con nuevos bríos le estorban los contrapesos, no sólo como consecuencia de la concentración del poder, sino también por la supremacía que el régimen da a la narrativa. El cambio de época se decretó desde la presidencia y ninguna instancia oficial debe contrariar la Buena Nueva. Aquí no hay espacio para el debate conceptual basado en la evidencia, existe una sola verdad admisible y es la que confirma la gran transformación. La disonancia es por definición una inmoralidad conservadora que responde a intereses neoliberales.
Lo que es exhorto a los medios de comunicación para que tomen partido a favor de la causa del Presidente es imperativo para todo funcionario público y órgano estatal. La distinción entre gobierno y Estado es la moda a la que hay que ponerle fin. No es aceptable que la Comisión Nacional de los
Derechos Humanos (CNDH) señale que la cancelación de estancias infantiles viola derechos humanos ni que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) cuestione la efectividad de los clientelares programas sociales. Ya lo dijo el titular del Ejecutivo: nadie ha hecho más por los pobres que él en sus siete meses de gobierno. Si la institución no lo constata, mejor que desaparezca.
Negarse a recibir el informe de Luis Raúl González Pérez o difamar en la mañanera a Guillermo García Alcocer y en plaza pública a Gonzalo Hernández Licona pueden parecer arrebatos, pero no hay que irse con la finta. No es que no haya nada personal, es que eso es lo de menos. La intolerancia es sólo síntoma de una lógica de pensamiento único y control político.