La Revista

¿Qué los hace grandes?

Manuel Triay Peniche
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Siete sacerdotes concelebraban la misa. En las primeras bancas, esposa, hijos, hermanos y demás familiares; detrás de éstos, los amigos, amigos que llenaban la nave de la iglesia, se desbordaban por los pasillos y se extendían por los jardines. En el centro del presbiterio, una mesa cubierta con el escudo Marista y, sobre ésta, una pequeña caja de madera con sus cenizas. Era todo lo material que nos quedaba de Jorge Muñoz Menéndez, el periodista que hizo de su vida una fuente de inspiración y de compromiso.
Inspiración de propios y extraños para el trabajo, inspiración de valores, de profesionalismo; compromiso con todo aquello que requería de entrega y sacrificio, de cumplimiento. Su vida giró en torno a un Diario de Yucatán, que fuera referente de información y orientación, y bandera de valores cívicos y sociales.
Eran las 12 de la noche y el sacerdote celebrante, el padre Manuel Ceballos García, le daba gracias a la vida porque le permitió ser amigo de Jorge. En esos momentos una voz se rebeló en mi interior: yo no tengo por qué darle gracias a la vida. Conocí a Jorge como el que más, trabajé con él codo con codo durante 35 años, nuestras relaciones laborales no fueron del todo buenas, pero cada disentimiento engrandecía nuestra amistad.
Mi amigo de toda la vida yacía ahí, en diminuta caja de madera. ¿Gracias a la vida? Jorge no quería morir. Horas antes de su deceso me informaba con detalle de las 18 pruebas que había pasado para recibir un trasplante de hígado. No aprobó en tres, pero tenía tiempo de superarlas. Me voy a Guadalajara, me dijo, para que evalúen las pruebas y yo pueda ingresar en la lista de donantes. Ojalá sea pronto porque en octubre vence mi seguro de gastos médicos y, después, no podré pagarlo. Reza por mí, fueron sus palabras de despedida.
Después, Jorge hijo me informaba de un infarto que tenía a su papá en la Clínica de Mérida, y una hora más tarde, Eduardo, su hermano, me comunicaba del fallecimiento. No fue el hígado, fue el corazón, aquel corazón generoso no soportó la presión. Jorge no pudo soportar el haber perdido el eje en cuyo torno giró todo: familia, amistades, compromisos, disgustos, alegrías, triunfos y derrotas. De la noche a la mañana, cuando menos lo esperó, quedó vacío, desnudo ante su profesión y el mundo. De la noche a la mañana lo perdió todo.
Tan pronto como concluyó su carrera en la Ciudad de México, Jorge se incorporó a Diario de Yucatán. Un periódico que editaba apenas 16 páginas, con dos o tres notas locales, una plana de deportes (nacional e internacional), y el quehacer en México y en el mundo. Paso a paso Jorge fue trabajando y haciendo equipo hasta que creó la Sección Local, luego Deportes, y el periódico comenzó un crecimiento extraordinario hasta alcanzar en ocasiones la publicación de 120 páginas.
Trabajar con Jorge significaba no tener descanso, había que hacer las cosas y hacerlas bien, no salir del paso. Durante muchos años, forzado por la enfermedad del director del Diario, Jorge asumió el mando, no sólo de la Redacción sino prácticamente de todo el periódico. Su trabajo gustaba a unos y a otros no, pero nadie ponía en duda la eficiencia y el profesionalismo. Jorge era un periodista en toda la extensión de la palabra. Y el Diario creció y creció porque laboraba en él un equipo fuerte y comprometido.
Una anécdota que lo dibujaba. Debes procurar que todos los reporteros lleguen temprano, me dijo. Todos están aquí desde las ocho de la mañana, respondí. Los quiero ver a las cinco, me espetó. Y los vio a las cinco. Todos nos pusimos de acuerdo y a las cinco de la madrugada golpeamos en su puerta. Beatriz, su esposa, tuvo que pararse y hacer desayuno para todos.
Jorge unía a su profesionalismo su liderazgo. Predicaba con el ejemplo, tenía autoridad moral. No pedía nada que él no fuera capaz de hacer. Sin embargo, no pudo luchar contra el tiempo, contra los cambios tal vez naturales y poco a poco tuvo que ir cediendo el mando, hasta verse reducido a prácticamente nada. Tenía una oficina sí, pero vacía.
Su retiro del trabajo forzado fue la losa que hoy cubre su tumba.

Manuel Triay Peniche
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