La Revista

Llorar un llanto ajeno

Manuel Triay Peniche
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PESADILLA QUE LLEVO EN EL ALMA

Por Manuel Triay Peniche
Son las 3:15 de la madrugada, una pesadilla interrumpió mi sueño, pero no puedo recordarla y trato de dormirme nuevamente: aspiro, lleno mis pulmones y expiro, una y otra vez, el resultado es nulo. De repente miro una escena que me es familiar y me recuerda el mayor susto de mi vida, lo más horroroso de que he sido testigo y que me hizo llorar un llanto ajeno.
Hubo un choque de trenes, posiblemente cerca de Chocholá aunque no recuerdo el sitio exacto. Personal del Ministerio Público toca a mi puerta, me informa y me invita a acompañarlos para cubrir la información. Era muy temprano, no tengo como advertir a la Redacción de mi periódico que saldría en busca de una nota, pero de inmediato me pongo en movimiento.
En efecto, alguna falla humana provoca que dos convoyes se impacten uno contra otro, ambos trenes eran de carga y yo comienzo a recorrer la vía junto a los carros accidentados hasta que una voz me frena: “un poco de agua por favor”. Volteo hacia mi costado y veo a un hombre bañado de chapopote y atrapado entre unos fierros.
No, me grita el agente del Ministerio Público que caminaba junto a mi, no le podemos dar agua porque se desangra. Aquel pobre trabajador estaba atrapado de una pierna, posiblemente a la altura de la tibia; yo sólo miraba aquellos ojos asustados, muertos de dolor tal vez, y no se me ocurría nada, creo me habré quedado en blanco, paralizado.
Aquellos agentes de la Procuraduría hablan algo entre sí, yo estaba mudo. Uno de ellos camina hacia un campesino que laboraba cerca de los trenes accidentados, le pide prestada su “coa”, la limpia con la yerba que tal vez conservaba el rocío del amanecer y luego con un trapo, y se regresa con el arma entre las manos.
Nadie me toma en cuenta. Yo me acercó más, como manda mi trabajo. Lo que siguió fue un grito aterrador que hasta hoy me cala el alma: el agente del Ministerio Público levantó el brazo con aquella “coa”, dio un golpe certero que desprendió la pierna atrapada y así liberó el obrero accidentado. El muñón quedó exactamente frente a mi cara.
Ellos, mis acompañantes, cargaron aquel cuerpo y corrieron hacia la camioneta, no podían perder un minuto o aquel pobre moriría desangrado. Yo era una estatua, inmóvil, asustado, temblando tal vez. De lejos escuchaba: corre o te quedas. Imagino que me llamaban. Por días no pude borrar aquel rostro bañado de petróleo, el de los ojos saltones, y menos el grito aterrador que hoy me robó nuevamente el sueño.

Manuel Triay Peniche
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