La Revista

Triple homicidio

Manuel Triay Peniche
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Yo los vi primero

Por Manuel Triay Peniche
Él estaba tirado en un cuarto, al parecer su oficina; su hija en un pasillo, y su esposa en la cocina, mientras yo paseaba por la casa con el temor de toparme con el asesino o de hallar otro cadáver, pero también con la esperanza de ayudar si hubiera algún sobreviviente, y desde luego, con la ilusión periodística de encontrarme en la escena de un crimen.
El triple homicidio había ocurrido apenas minutos antes. Mi hermana, quien vivía en la contra esquina, me llamó primero y luego dio aviso a la Policía. La esquina de “La Jardinera”, en la 65 con 72, estaba más cerca del Diario que de la Procuraduría así que llegué de volada y pude hacer mi trabajo reporteril antes que los agentes ministeriales hicieran el suyo.
Con mi hermana se hallaba la temblorosa muchacha del servicio, quien me ayudó a reconstruir los hechos. El señor Poveda era un hombre dedicado al agio y esa mañana recibió la visita de un carpintero, de apellido Madera, a quien advirtió que ya nada podía hacer por recuperar las escrituras de su casa si no tenía el dinero para cubrir su adeudo que, sumado a los intereses, se volvió prácticamente impagable.
Movido por la ira y la desesperación, pero con una ausencia de piedad o remordimiento, aquel deudor tomó su formón y lo clavó repetidamente en el cuerpo del agiotista, quien escuchó a la esposa en la cocina y fue tras ella. Advertida por los gritos, la hija salió de su cuarto y en uno de los pasillos se topó con aquel desalmado y fue ultimada también.
Afuera, manguera en mano, se hallaba María, la sirvienta, quien quedó muda y paralizada y sólo reaccionó cuando vio asomarse al asesino, con una mano ensangrentada, que le dijo: ven, te llaman tus patrones. La mujer salió despavorida, cruzó la calle y se refugió en la casa de mi hermana.
Enterado de que algo malo habría ocurrido en aquella casa, donde por cierto rentaban andamios, yo también crucé la calle pero en sentido inverso, y me introduje con mucho temor, pero con mayor curiosidad. No escuché ruido alguno, caminé inseguro por la casa hasta toparme con el señor Poveda: no se movía ni respiraba; miré hacia otro lado y vi a la señora también tendida en el suelo: desde lejos pude apreciar dos heridas, una en la cabeza y otra en la parte posterior de la garganta. El hallazgo de la hija me paralizó momentáneamente.
Llegó personal del Ministerio Público y me fue fácil evadirlo. “Me avisó la sirvienta que algo había ocurrido aquí y vine para ver si en podía ayudar, pero creo ya están muertos”, les dije. Los peritos de la escena del crimen me ordenaron retirarme y, sin mayor problema, salí de ahí, no sin antes tocar intencionalmente la puerta a ver si aquellos daban con mi huella y así involucrarme en la investigación, cosa que no ocurrió.
Las nietas de aquel matrimonio estudiaban en el Colegio Americano, a unas cuadras del horrendo crimen. Hubo que ir por ellas, trasladarlas momentáneamente a la casa de mi hermana y ahí informarles que su madre y sus abuelos ya estaban con Dios.
Lo que siguió fue casi increíble. Los investigadores revisaron documentos de aquel cuarto convertido en oficina, sospecharon de inmediato del carpintero que había huido por los patios que daban a la calle 72 y horas después, como a las 5 de la tarde, lo hallaron en un billar del centro, como si nada hubiera ocurrido. Madero ya purgó su condena.

Manuel Triay Peniche
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