Por: Laura Mapi.
Twitter: @mapirosa26
Email: mapirosa.work@gmail.com
Todos estamos
hablando de lo mismo. Todos odiamos al Covid-19. Todos estamos hartos. Todos
tenemos miedo. Y todos decimos lo mismo: Ésto va para largo. Pero lo que más llama
la atención, es que todos nos estamos quejando. De todo y de nada la
vez, y eso a lo que le llamamos nada, no es porque signifique una banalidad,
sino porque cuando se quiere encontrar una solución a la problemática, se
vuelve un regreso al punto inicial, como un infinito de contrastes.
Poner una línea
de sucesos a este inicio es fácil: existe un grupo de personas (y hago hincapié
en grupo de personas, porque las empresas no están formadas por un solo ente poderoso)
que en conjunto tienen una empresa. Dicha empresa necesita producir y generar
ganancias, para que este grupo de personas pueda sostener a sus familias,
comprar alimentos, pagar deudas en las que nunca contemplaron un desastre
epidemiológico, porque entre más tienes, más gastas, -dicen por ahí- y hoy esas
deudas ya están atrasadas. Esa empresa a su vez, da sustento a otras familias,
que también van a tener que continuar trabajando, y comer, y pagar deudas, más
chiquitas talvez, pero deudas a final de cuentas que te quitan el sueño.
En esa cadena,
la lógica dicta salir a trabajar, ni modos pregonan todos, y entonces se
abren los negocios. Pero la gente que suele consumir no sale porque tiene miedo
y pocos recursos (ellos también dejaron de darse ciertos gustos y se quedaron
sin empleo), y ahora tratan de redireccionar mejor sus gastos porque además hay
que ahorrar por si te toca pagar doctores. Pero bueno, abren los negocios,
nadie compra, o al menos no lo necesario como para que los empresarios puedan pagar
los sueldos, y en el trabajo que te ofrece la oportunidad de llevar alimentos a
la mesa, también te dio la oportunidad de contagiarte, y entonces regresas a
casa, enfermas, y vas al hospital.
Mientras estás
en el hospital, es probable que enfermen al menos dos más de tu familia. Uno
tiene el sistema inmune de acero cual vacacionista en su lancha de Progreso, tú,
después de varios días, donde fuiste atendido, saliste avante ante la
enfermedad y te salvas, pero el tercero, no tuvo tanta suerte y… Muere.
También se
enferman los dueños que trataron de salvar a sus familias y a tu familia,
porque este virus no está respetando clases sociales, y entonces, también
alguien muere. Tal vez, en la forma convencional de pensar, podemos decir que murieron
en lugares diferentes, por las posibilidades económicas, pero lo que es claro,
es que ambos, están bajo tierra. Y ahí, no hay condiciones.
Ni velero que
te haga regresar.
Hagamos una
segunda línea de sucesos: una familia empresaria (porque poderosos o no, también
necesitan comer y los empresarios no vienen solos, siempre vienen con familia)
necesita producir y ser una fuente de empleo, pero tienen miedo y prefieren no
poner en riesgo a su familia y con ello a sus empleados con sus respectivas
familias, pero sin duda, no podrá pagar sueldos. Y entonces muchas familias se
quedarán sin sustento y pasarán hambre, carencias, estrés por la incertidumbre
del futuro.
¿Quién tiene
razón? Todos y nadie. ¿Quién tiene la solución perfecta? Todos tienen la
que les conviene y nadie tiene la misma a la vez. Y esto aplica para todas las
situaciones que el Covid no está permitiendo ver. Porque no sólo esta a prueba nuestro
sistema físico, también nuestro sistema empático.
En Yucatán, ya
llegamos a la cifra de 35 fallecimientos en tan sólo 24 horas. Un número menor para
quien no perdió a nadie. Aunado a esto llegaron medidas nuevas para aplicarse
de inmediato, y me encontré entonces con el tema en cuestión de nuestra ciudad
de contrastes, de soluciones infinitas que llegan al mismo punto de partida;
pero sobre todo de ciudadanos que quieren todo y nada a la vez. Sin asumir
consecuencias.
Es evidente
que los seres humanos somos complejos, más cuando se trata de colaborar en
conjunto y poner los intereses del bien común por encima de los propios. Y
escuchas las historias y puntos de vista de ciudadanos, comerciantes, gobierno,
en donde al mismo tiempo todos y nadie tienen la razón. Es decir, que el
gobierno ponga medidas con el afán de proteger a los ciudadanos y disminuir los
casos, se contrapone a la idea de reactivar la economía, sin embargo, lo
permite bajo medidas que a los empresarios no les deja obtener las ganancias
necesarias, entonces, las familias pugnan por seguir trabajando pero el riesgo
de contagio es evidente, por lo que requerirán ser atendidos, y se llegará al
punto en que las personas se puedan quedar -o morir- afuera de un hospital. Es
difícil aceptar, pero esto no es culpa de nadie y cada quien está haciendo lo
que puede con lo que tiene.
Hablar de
morir es una cosa que a todos asusta, nadie quiere morir. Nadie quiere hablar de
la muerte, como aquello que es impensable, pero está sucediendo a un lado de
ti, cada vez más recurrente. ¿Cómo enfrentarlo? ¿Cómo aceptarlo? o ¿Cómo
evitarlo?
Enfrentar la
muerte, la única manera sería a través de una vacuna, así nos pondríamos al
frente a sabiendas que la estamos combatiendo y eso aún no es posible. Enfrentarla
sin ese antídoto sería una moneda al aire. Aceptarla, implicaría el pensamiento
del ni modos si me va a tocar, es de Dios. Pero hay una sola opción que
es la única que sí podemos hacer y es evitarla. A toda costa, sobre todo lejos
de las costas.
Y no sólo por
los temas tan criticados sobre las imprudencias en las playas. Son los ejemplos
de una sociedad que no quiere morir, pero tampoco quiere evitar. Que quiere
trabajar, pero tampoco sabe seguir la forma correcta para hacerlo. Que quiere
salvarse -él o ella-, pero no quiere salvar un nosotros.
Y así se queja de la ley seca, de los horarios, de los protocolos, de todo, y
de nada a la vez.
Es verdad que
nadie pensó que esta situación se pondría así, que durara tanto, pero entonces,
¿Cuándo pensaremos en lo que se debe hacer, porque esto va para largo? y que,
ante esta situación, ¿Cómo lo resuelvo, sin poner en peligro a nadie?
La nueva
normalidad no es sólo el ajuste de las nuevas formas de salir a la calle o
cuidarnos del virus. La nueva normalidad también implicaría cambios en nuestras
formas de subsistir, volvernos más audaces ante la necesidad, como aquella
mujer que dejó de vender esquites en un parque y aprendió a costurar cubrebocas,
como el empresario que tuvo que cerrar la atención en mesas en un restaurante y
salir a emprender en el camino del servicio a domicilio, o como quién tuvo que
reacomodar una parte de su casa para trabajar en el llamado home office.
No es fácil, nada
está siendo simple hoy en día, pero aquí sí aplica el “ni modos”, porque
hay que dar un giro tal, que nos ayude a poder evitar la muerte.
Quejarse ya no
es una opción, no nos conduce a una solución. Porque no hay soluciones que
hagan felices a todos. Hoy no se trata de la felicidad plena, se trata de
sobrevivir.
Fui consciente
el día del número 35, cuando en el desayuno hablé con mis padres acerca de la
muerte y de las formas en que habría que llevar el proceso, como un plan de
acción, en el que tienes que estar preparado, incluso, para lo que no se dice
porque no se quiere ni imaginar.
En esta nueva
normalidad, nos toca elegir de qué manera queremos morir, porque hoy sólo
nosotros podemos ser responsables de nuestra propia muerte. No será culpa de
nadie. Uno tiene que decidir si sigue las medidas necesarias, si se arriesga,
si se va de fiesta, si se pone en peligro a los seres queridos, si se sigue
quejando de todo o si se inventa nuevos caminos.
Que nuestra
colectividad se vea pronto reflejada en números menores a 35 y no en un cúmulo
de camas hospitalarias. Porque tierra es tierra… pero hay que decidir cuando
comerla o cuando pisarla.