Por: Aida Maria Lopez Sosa.
La
genialidad humana nunca se manifestó de manera tan luminosa como en el
Renacimiento. El hombre se atrevió a surcar los mares en busca de la conquista.
Nació la imprenta con la que fue posible cambiar la historia de la humanidad. Los
inventos de Leonardo da Vinci fueron útiles a la postre. Nicolás Copérnico
elevaba la mirada al firmamento para descubrir los enigmas del cosmos en busca
de constelaciones. En el arte Miguel Ángel, Rubens, Caravaggio realizaban
esculturas y pinturas que vestían las iglesias y los palacios de los mecenas.
La Literatura conoció la genialidad de William Shakespeare, Miguel de Cervantes
y el Siglo de Oro a los poetas Lope de Vega y Quevedo. Ante el desfile de
inteligencias en las distintas disciplinas del arte y la ciencia nos
cuestionamos, ¿dónde estaban las mujeres? las madres de esos genios, las
hermanas, las esposas, las tías, las amantes. La pintura es testimonio del
quehacer de estos seres considerados inferiores desde la matrilinealidad hasta
la subyugación heteropatriarcal.
El
vestuario era sinónimo de estatus, ya que la forma, las telas, los colores, la
largura, el escote, eran códigos de la condición de la mujer desde si era
casada, viuda, doncella o sirvienta. Eran pocas las mujeres, principalmente de
cuna noble, las que tenían la posibilidad de cultivar el arte en alguna de sus
expresiones: música, pintura, literatura, pero no como medio de subsistencia,
sino como afición. Siendo tan difícil encontrar en la historia a alguna mujer
del Renacimiento que se haya dedicado profesionalmente al arte, es propicio
mencionar a Artemisia Gentileschi (1593-1656), pintora del barroco influenciada
por Caravaggio en sus claroscuros, la primera mujer que se hizo miembro de la
Academia de Bellas Artes de Florencia y de ser conocida a nivel internacional. Sin
embargo, en un mundo de hombres no se salvó de ser violada por su maestro que
era incluso amigo de su padre, quien también era pintor. Una de sus obras: Judit y su doncella, oleo pintado entre
1625 y 1627, cataliza el coraje de haber sido abusada. Artemisia dramatiza la
tensión del pasaje bíblico en la composición cuando la joven viuda Judit con
una espada le corta la cabeza a Holofernes y se la entrega a su doncella para que
la guarde en un saco.
Un
siglo después, encontramos a Marie Louise Èlisabeth Vigée Lebrun, esposa de un
pintor y coleccionista, quien se cotizó como la pintora francesa más famosa del
siglo XVIII, miembro de las Academias de Florencia, Roma, San Petersburgo y
Berlín, gracias a su amistad con la archiduquesa Maria Antonieta de Austria,
reina consorte de Francia y de Navarra a quien retrató en varias decenas de
pinturas. Sin embargo, pese a su condición “privilegiada”, no se libró de que
su marido se gastara el dinero que ella ganaba en prostitutas y juegos de azar
y terminara exiliada tras la caída de los monarcas.
Pero
esta dupla de mujeres afortunadas en distintas latitudes y épocas no es
aproximación de lo que vivían las demás. Una serie de pinturas dejan claro el
papel de las mujeres. Henry Robert Morland (1716-1797) pintó Una empleada de lavandería planchando.
Su obra está enfocada en escenas domésticas o empleadas de ostras. El sueco
Axel Jungstedt (1859-1890) pintó Lavando
en el río, un grupo de mujeres de campo lavan con el agua del río en
recipientes de madera mientras los niños cuidan la leña donde hierve la ropa. Algunos
de los trabajos que hacían las artesanas es el que se ve en el Interior de un taller de dorado de marcos,
pintado por el francés Emile Adan (1839-1937).
El
pintor belga Alfred Bastien representó a La
madre del artista, sentada en el rincón de la cocina con su perro a los
pies y semblante abnegado. En la mesa hay una silla vacía seguramente esperando
que su hijo artista llegara a comer donde lo espera un pan enorme solo para él.
¿Cómo estarían las madres cuyos hijos no tenían el privilegio de ser artistas?
Quizá como la Anciana del suizo Jean-
Ètienne Liotar (1702-1789), una aldeana que se quedó dormida en su sillón con
un inmenso libro en el regazo, mientras la mesa pequeña donde descansa su brazo
esta con la comida sin terminar.
Las
hermanas mayores que no venían de la nobleza se hacían cargo de los pequeños,
quizá, mientras la madre se dedicaba a las labores hogareñas. El pintor francés
William-Adolphe Bouguereau (1825-1905) escenificó la vida de campo en La hermana mayor, quien descalza
sostiene en los brazos a un niño de meses que plácidamente duerme. Pintura que
contrapuntea La sonatina del
británico John Collier (1850-1934), donde pintó a una niña con zapatillas
tocando el violín.
En
otro óleo, el italiano Silvio Giulio Rotta (1853-1913) pintó una escena de
realismo social: La joven madre, quien
por la vestimenta y la cuna de velos y encajes sobre una base, se deduce que es
el retrato de una noble que posó para el pintor. En contraposición una aldeana mece
a su recién nacido en una cuna de madera asentada en el suelo. Orgullo Materno es del austriaco Franz
von Defregger, quien se especializó en la producción de pinturas de arte e
historia de género de su ciudad natal.
Han
van Meegeren (1889-1947), pintor holandés, inmortalizó a un miembro de la
realeza: Mujer leyendo música. Mientras
el pintor de género alemán Walter Firle (1859-1929) en Lección de música escenifica el momento en el que una anciana toca
el piano y cuatro jóvenes la rodean cantando. Las mujeres nobles también
pintaban como se aprecia en El estudio de
Alfred Stevens (1823-1906).
A
través de la pintura de género los hombres dejaron testimonio del papel de la
mujer en la sociedad antes de que el movimiento femenino irrumpiera en la
segunda mitad del siglo XX.