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El reencuentro de Iñárritu y Arriaga: cine, heridas y abrazos

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Desde aquel año 2000 en que Amores perros irrumpió en la escena cinematográfica mexicana —y mundial— con fuerza y visceralidad, han pasado veinticinco años de reconocimientos, silencios y distancias. Hoy México y el propio cine vivieron un momento simbólico: la restauración de esa obra que marcó época, y la reconciliación pública entre sus dos artífices más visibles, Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga.

La película original fue sometida a una restauración que incluyó corrección de color y una mejora sustancial en el sonido, presentándose en salas y en plataformas como MUBI, bajo la supervisión de Iñárritu y el cinefotógrafo Rodrigo Prieto. Esa nueva versión permite reencontrarse con un filme que, narrado en tres historias entrelazadas por un accidente automovilístico, habla de violencia urbana, ambición, culpa y redención. Amores perros no fue un estreno cualquiera; fue considerado un acontecimiento cinematográfico.

Pero esta conmemoración cinematográfica fue también escenario de gestos poderosos. Durante la celebración en el Palacio de Bellas Artes, Iñárritu admitió que hubo “una fractura, una separación muy dolorosa” entre él y Arriaga, provocada “por el desencuentro de diferentes puntos de vista, pero también azuzada por otras personas e intereses”. Con palabras más emocionadas, pidió al público un aplauso para su “hermano y gran talentoso escritor” Guillermo Arriaga. Arriaga respondió: “Es bonito que estemos juntos, como lo que siempre fuimos, hermanos”.

Ese abrazo público puso fin a casi dos décadas de distanciamiento. Las razones detrás de esa ruptura incluían reclamos por el reconocimiento creativo y el modo de compartir autoría. En su momento, Iñárritu acusó a Arriaga de querer imponer la autoría absoluta del proyecto. Arriaga contestó que buscaba dignificar al escritor en el cine. Con esa tensión en el trasfondo, su relación artística se interrumpió luego de Babel, pero nunca dejó de pesar para el imaginario cultural mexicano.

Más allá del gesto simbólico, el reencuentro sugiere posibilidades creativas futuras. Ambos, reconocidos en sus respectivos ámbitos —Iñárritu en Hollywood y Arriaga en la literatura—, podrían reinventar su colaboración con la madurez que da la experiencia. Iñárritu ha dicho que de Amores perros aprendió el rigor; Arriaga ha profundizado su voz literaria, con obras como Salvar el fuego, que le valió el Premio Alfaguara.

Una película no envejece si sigue dialogando con el presente. Hoy, la restauración de Amores perros permite reexaminar su mirada cruda sobre la desigualdad urbana, la violencia y la ruptura social. Y el abrazo renovado entre sus creadores resuena como metáfora de que el arte puede curar heridas cuando se asume como diálogo, no como contienda. En un México que atraviesa sus propias fracturas, ese gesto compartido reivindica que, aunque el ecosistema cultural se tensione, siempre es posible volver al lugar donde todo comenzó: el encuentro entre autor y obra, entre memoria y reconciliación.

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