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La lucha por volver a casa, odisea urbana en la Venezuela de los apagones

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El primer indicio es el teléfono: cruzar la plaza de Altamira, que en realidad se llama plaza de Francia, y perder la conexión. Pero a veces ocurre, incluso en pleno municipio de Chacao, una burbuja dentro de la burbuja que es Caracas. La segunda señal son los semáforos apagados. Uno puede estar roto, dos pueden ser una casualidad, tres son casi una evidencia. Pasadas las cuatro y media de la tarde, cuando aún faltan dos horas para el atardecer, el apagón y sus efectos comienzan a asomarse a la capital venezolana. Quienes están en el trabajo o en cualquier espacio cerrado son los primeros en notarlo. Una fracción de segundo. Los que están en la calle tardan algo más. Poco tiempo, en cualquier caso.

La luz se fue este lunes en la principal ciudad y en al menos 18 de los 23 Estados del país. Según el Gobierno de Nicolás Maduro, ocurrió a las 16.45. A partir de ese momento, la rutina de millones de venezolanos se aceleró con un objetivo primordial: volver a casa. Luchar por regresar al primer lugar seguro en el que uno piensa en medio de la zozobra, en muchos casos a kilómetros de distancia, en un cerro, en un sector popular o en una urbanización acomodada. Los que cuentan con vehículo propio o pueden aprovecharse de la “cola” o aventón de un colega son, de alguna manera, unos privilegiados. Llegarán, es cuestión de horas y paciencia ante un tráfico descontrolado y el colapso de las vías.

La odisea de la multitud que se traslada en transporte público es distinta. Junto a una estación de metro, que acaba de suspender el servicio, decenas, cientos de personas cruzan en silencio la plaza Brión en Chacaíto y se dirigen hacia la calzada en busca de alguna “camioneta por puesto”, pequeños autobuses, a menudos informales, que conectan los barrios de una ciudad con una superficie que es casi ocho veces la de Barcelona.

Son las siete de la tarde y Carlos Morales acaba de cerrar el quiosco en el que trabaja vendiendo pan. Pagará entre 2.000 y 2.500 bolívares, que equivalen a cerca de 20 céntimos de dólar, para llegar a Guatire, a las afueras de Caracas. Lo mismo cuesta trasladarse al barrio de Petare. Algo menos, unos 700, ir a la urbanización de El Cafetal. Luis Pérez, abogado, es el primero de la fila. Tras él esperan unas veinte personas. “Si no llega [el autobús] tendré que caminar kilómetros a oscuras”, apunta. Lamenta que los venezolanos aún no se hayan levantado ante el régimen chavista. “Es por la represión”, asegura. No obstante, también se muestra muy crítico con Juan Guaidó, rival político de Maduro, y la oposición.

Todos los que este lunes centraban sus esfuerzos en volver a sus hogares lo hacían con una pesadilla en la retina: el apagón que el pasado 7 de marzo sumió a Venezuela en la oscuridad durante casi una semana. Esos días dejaron tras sí saqueos, cortes de suministro de agua, la parálisis de los hospitales y nuevas protestas. Después vinieron cuatro más. Esa, “pesadilla”, es la palabra que emplea Alejandra García, una joven que trabaja en la compañía de transporte Buenaventura. Desde el parque de Miranda, en el este de la capital, el trayecto a Guatire, una especie de ciudad dormitorio, sale algo más caro, 3.000 bolívares. En medio de la noche cerrada, se acerca una pareja de agentes de la Policía de Chacao. Tras un cacheo a este reportero, se despiden con educación.

En la cercana urbanización de La Carlota, donde el pasado 30 de abril un grupo de uniformados liderados por Juan Guaidó y Leopoldo López intentó un alzamiento militar contra Maduro, algunos vecinos se dedican a otra prioridad: abastecerse ante la incertidumbre. Lo hacen en el puesto callejero de Edgar Rosales, un comerciante de 43 años que todavía no ha cerrado. Iluminadas por celulares y mecheros, Rosa Montani, quien vive de vender tabletas de chocolate que fabrica en su casa, y Rina Cedeño curiosean entre cajas de verduras. Un kilo de tomates cuesta 13.000 bolívares, 1,2 dólares. El salario mínimo asciende a 40.000.

De vez en cuando, en medio del silencio del apagón, se oye alguna sirena. Los caraqueños con más suerte escuchan el zumbido de un generador eléctrico.

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