La desconfianza en la democracia ha sido en México, históricamente, no una sombra sobre ella, sino parte de sus cimientos. La noción general al respecto en el sistema político es que el poder del Estado es algo demasiado importante para dejarlo así nada más a lo que un día, durante unas horas, a la gente se le ocurra votar. Esta desconfianza sobre la capacidad de la ciudadanía de darse representación plena a través del voto libre es una de las pertinaces sobrevivientes constitucionales del viejo régimen, y define elementos críticos del sistema electoral.
Así, por ejemplo, los requisitos para obtener registro como partido político tienen como eje acreditar una extendida estructura orgánica en la mayor parte del territorio nacional, es decir, poder acudir a las urnas a pedir el voto de la ciudadanía tiene como requisito para ser un derecho legítimo demostrar previamente que hay una amplia organización respaldando las intenciones de acceder al poder. La legitimidad previa y condicionante para que el conjunto de ciudadanos pueda elegir entre distintas opciones es que éstas tengan una organización extendida. Recibir votos, por sí mismo, no es un factor de decisión suficiente, en el que se deba confiar por sí mismo. Por eso, hoy, cada partido debe acreditar que cuenta con cerca de un cuarto de millón de miembros para poder competir en las urnas, para que se pueda confiar en la legitimidad de lo que sale de éstas. La misma lógica básica subyace en el sistema de mayoría relativa para elegir legisladores, el uso de una boleta para la elección por dos principios distintos, mayoría relativa y representación proporcional, y la prohibición de campañas negativas, entre otros elementos.
Por su lado, las prácticas ilegales que hace más de un cuarto de siglo eran rutinarias en las elecciones mexicanas se fundaban en la misma lógica: si los electores votan sin control, es decir, en libertad, su decisión no será de confiar, pues pueden escoger opciones que son contrarias a sus propios intereses, y por tanto la autoridad debe protegerlos de sí mismos. Ésa fue la base conceptual de, por ejemplo, entender el brutal fraude en la elección de gobernador de Chihuahua en 1986 como un “fraude patriótico”. A un electorado que se autolesionaba, el régimen de partido de Estado lo protegía, evitando que llevara al poder a “los bárbaros”, a “la reacción”. La voz de las urnas no debe ser definitiva en el resultado de las elecciones, su legitimidad está condicionada
La reciente decisión del tribunal electoral de validar el inconstitucional acuerdo de “paridad en gubernaturas” con lacuál el INE obliga a los partidos políticos a postular al menos cinco mujeres en las nueve candidaturas a las gubernaturas que se disputarán se sostiene exactamente en la misma desconfianza al voto popular: si la ciudadanía vota en libertad, elegirá lo que no debía elegir, y por tanto toca a la autoridad electoral proteger a los votantes de lasautolesiones.
El problema democrático básico del acuerdo en cuestión no es que restrinja inconstitucionalmente el derecho de distintas personas a ser candidatas a gubernaturas, el problema es el absoluto desprecio a las mujeres electoras en que se sustenta, además bajo el argumento de que así se protegen sus derechos, los derechos electorales de las mujeres.
El estudio de la opinión pública ha demostrado, a lo largo de décadas y reiteradamente, que el sexo de las personas muy poco, si acaso algo, tiene que ver con sus preferencias electorales. Es decir, una amplísima mayoría de las electoras y los electores no definen por quién van a votar dependiendo del sexo de los candidatos o del propio, sino de una diversidad de consideraciones distintas, centralmente sus concepciones generales de la política y el poder, y la identidad con éstos de partidos y candidatos. Esto incluye afinidades más o menos vagas, historias personales y familiares y, difusamente, en general, proximidad programática. Esto significa, en los hechos, empíricamente, que cuando una candidata gana una mayoría de votos, cuenta con la mayoría del voto de las mujeres, sí, pero también con la mayoría del voto de los hombres. Y significa, reitero, en la práctica, que cuando es un hombre quien gana lo hace con la mayoría del voto de las mujeres y con la mayoría del voto de los hombres.
Para efectos del acuerdo del INE, esto significa que en 2024 no podrán ser candidatos a gobernador algunos hombres que, como pueden indicar las encuestas, cuenten con un apoyo muy mayoritario de las mujeres que votan en su estado. Estas preferencias y los derechos de las mujeres votantes y de las mujeres militantes a los que se vinculan fueron absolutamente ignorados tanto en el acuerdo del INE como en la decisión judicial de validarlo. Para las autoridades electorales, el derecho a elegir gobernantes ni siquiera es un derecho involucrado en la resolución. Se protege el derecho de quienes buscan ser electas sin tener siquiera en consideración el derecho de las mujeres que votan a decidir por quién votan. Consistentemente con esta visión del ejercicio de autoridad por encima del derecho a elegir, ninguna de las dos instancias se ocupa, ni en este caso ni en los precedentes, de procurar que la selección de candidatas y candidatos de cada partido se haga por vías democráticas, a través de elecciones primarias o por órganos partidistas de amplia representación, sino aceptando como regla general la designación de candidaturas por parte de comités directivos o directamente de los presidentes de cada uno.
El derecho de las mujeres, todas ellas, a elegir; el derecho de millones de mujeres ciudadanas y militantes a ser tenidas en cuenta en la designación de candidaturas es un derecho distinto y superior al de las políticas a ser votadas. Es deseable en que una futura reforma electoral democrática la superior jerarquía del derecho a darse gobernantes sobre el derecho a ser gobernante quede establecida.