(El siguiente artículo contiene Spoilers)
Lo ideal hubiera sido que aquellos waffles que el Comisario Jim Hopper dejó en un bosque hubieran marcado el final de Stranger Things, porque a partir de entonces se habría creado una mitología muy particular alrededor de lo que fue una serie nostálgica, diferente, atrevida. Pero las cosas no son así en el millonario mundillo de las producciones hollywoodenses. El éxito fue tal que Netflix sucumbió ante la tentación de hacer una segunda temporada. Afortunadamente los Hermanos Duffer, creadores del programa, supieron darle continuidad a lo hecho en la primera entrega aunque ya algunos personajes y situaciones comenzaron a dar ciertos signos de agotamiento. El éxito entre el público auguró que se vendría una nueva entrega y aquí estamos. La tercera temporada de Stranger Things se estrenó hace algunas semanas. ¿Funciona?, sí, ¿pero sigue siendo esa serie que a partir de un planteamiento nostálgico generó una revolución sobre todo por la empatía que quien la mirara sentía por sus personajes?, me parece que no. Y no lo es porque el factor sorpresa ha mermado conforme los protagonistas han alcanzado la adolescencia y por lo tanto las diferencias en términos interpretativos y de talento que pudieran esconderse tras unos niños son ahora más notorias.
Tal vez por lo anterior los arcos de transformación de los personajes no terminen por funcionar del todo bien. Las fallas son particularmente manifiestas al dividir a los protagonistas en tres grupos para enfrentarse a la nueva amenaza que ahora enfrenta Hawkins Indiana. En uno de los equipos las hormonas comienzan a hacer explosión y los chicos y chicas se ven inmersos en problemas propios de los adolescentes lo que genera algunas secuencias que remiten al “pop de bubblegumers” que tanto predominó en la época en la que está ambientada la serie: los ochenta. El guion cae en algunos clichés al narrar esas historias, tomando un camino fácil y seguro para enganchar al público. Es el caso contrario del otro grupo de adolescentes en el que lo que se explora son las relaciones de amistad. Dustin (Gaten Matarazzo), Steve Harrington (Joe Keery) y la recién incorporada Robin (Maya Hawke) van a lograr que el espectador se enamore de sus historias pues éstas se sienten mucho menos forzadas, más genuinas, y por lo tanto los cambios que experimentan los personajes son mucho más creíbles y honestos. Particularmente la relación entre Steve y Robin se va a convertir en algo entrañable porque está sustentada no en la evidente atracción física que el chico siente por la chica sino en una amistad que se va forjando a partir del desarrollo de su propia historia. Una de las mejores escenas de toda la serie se da en el piso del baño de un centro comercial y está estelarizada por dos actores que desbordan complicidad y que entienden perfectamente el camino que sus personajes deben tomar. Otra de las grandes escenas incluirá a Dustin, a su novia Suzie y al clásico de los ochenta interpretado por Limahl NeverEnding Story. Funciona perfectamente porque nos remite a esa primera temporada en la que la inocencia jugaba un papel preponderante e incluso era un arma con la que los chicos enfrentaban al peligro.
El tercer grupo está conformado por los actores adultos. La relación entre Hopper (David Harbour) y la maravillosa Joyce Byers (una fabulosa Winona Ryder) se da entre una vacilante tensión sexual – por momentos forzada y por otros muy natural – y la incorporación de otros personajes que se van a convertir en el complemento perfecto para el desarrollo de esta subtrama en la historia. A veces los adultos nos terminan importando más que los adolescentes y ello quizá también vaya en detrimento de un programa que originalmente fue planteado con los chicos como los auténticos protagonistas.
Sin embargo debo decir que todo lo que he planteado como fallas y baches argumentales tienen una salvación con el épico episodio final de la temporada: La Batalla de Starcourt. Estamos ante un episodio que reúne lo mejor de Stranger Things: la lucha contra enemigos de Carne y Hueso (en este caso, como buena serie ambientada en la época de la Guerra Fría, los soviéticos) y sobrenaturales, una conflagración que adquiere tintes heroicos, grandiosos, plasmados en secuencias de mucha acción y suspenso que son matizadas por otras llenas de momentos íntimos que resuelven situaciones particulares entre los protagonistas. Eleven (Millie Bobby Brown) regresa a esos orígenes en los que tenía que lidiar con el autodescubrimiento de su personalidad y poderes, con la pérdida como un motor de cambio y movimiento. Ello desembocará en un hermoso epílogo que cuenta con un manejo clásico de la voz en off – en este caso la de Hopper – que sirve como ese cerrojo para todo un ciclo en la vida de quienes protagonizan a la historia. Un episodio doloroso pero a la vez lleno de esa esperanza que surge a partir de una muy agridulce victoria.
Asumo que por lo menos vendrá una temporada más de Stranger Things. Sigo pensando que es una auténtica pena que la serie no se haya quedado en una sola temporada. Ahora la tercera ha sido salvada por el que tal vez sea el mejor episodio de las tres entregas. Espero que los Duffer y Netflix sean lo suficientemente inteligentes para darle un pronto final a una serie que está agotando todas sus vetas argumentales. Sería muy triste que Stranger Things termine por convertirse en un producto repetitivo, cansado, y que recurra a la nostalgia ochentera como su mejor arma para mantener a flote todo el programa. Ni los fanáticos, ni la misma serie se merece que eso suceda. Están a tiempo de crear un final digno y que todos recordaremos. Ya Veremos.