Cultura, por: Francisco Solís Peón.
El miedo es inherente al ser humano, viene con nuestro instinto de sobrevivencia, está herrado con fuego en nuestro ADN y por lo tanto es universal. Las diferencias son solo de grado lo cual salta a la vista en la forma en que cada hombre, cada pueblo, cada cultura, manifiesta sus miedos.
No es necesario entonces imaginar duendes, fantasmas o brujas, ni tampoco importar mentalmente escenarios sórdidos como un Londres brumoso, un Pigalle sangriento a las afueras de París, una oscura calle neoyorkina o un sórdido gueto californiano; vaya, a estas alturas ni siquiera un camino perdido que nace en las laderas de la carretera que une Agua Prieta y Ciudad Juárez.
Porque el miedo existe en cada partícula que respiramos, en cada paso susceptible de un tropezón, en cada criatura viva que habita nuestro jardín, en cada discusión familiar que puede desembocar en tragedia.
Esto lo aprehendí en mi temprana adolescencia leyendo “Cuentos de amor, de locura y de muerte” (Buenos Aires 1917) escrito por el lúgubre y genial uruguayo Horacio Quiroga, maestro del terror de las pampas, de la selva, del monte alto y las llanuras.
Más que en su obra, pletórica de una cotidianidad escalofriante, centrarnos en el personaje y sus circunstancias resulta fascinante, como suele ser con todo los genios atormentados.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en la pequeña ciudad uruguaya Salto en 1878 y falleció en Buenos Aires en 1937. Considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferra.
Dio a la prensa las colecciones de relatos breves Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918) y El salvaje (1920), y la obra teatral Las sacrificadas (1920). Le siguieron nuevas recopilaciones de cuentos, como Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y el que es quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes periódicos y revistas: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros,
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones(1) para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
Repasando vida y legado literario, podemos decir que Quiroga es una mezcla iberoamericana maravillosa con la sangre de Poe, el exotismo de Kipling, la carne podrida de Maupassant y los demonios que atormentaban a los rusos Chejov y Dostoievsky.
Los espeluznantes detalles del destino que acechan en la vida diaria y se plasman en relatos como “La gallina degollada” pero sobre todo “Los cazadores de ratas” y “El almohadón de plumas” sin olvidar el cuento romántico “Tu ausencia” (que cambió de alguna manera mi vida).
Para ponerlo en términos rústicos, Quiroga representa la amalgama de las intensidades del alma, el amor, el miedo, la ternura, el horror, la locura y la muerte, todo conforma el tabique de la existencia mundana, lo otro es la incapacidad de sentir y eso simplemente es no estar vivo.