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La delgada línea amarilla

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Es una película que, aunque tiene sus fallas, funciona gracias a la química de sus actores y un extraordinario trabajo de producción

Por Gonzalo Lira Galván

La vida como camino. La vida como viaje. La vida como una mundana cotidianidad. Estos temas, en el cine, se han convertido en una constante que en ocasiones raya incluso en el cliché. En el caso de La delgada línea amarilla, el primer largometraje del mexicano Celso R. García, estos clichés están presentes en la mejor de las maneras e intenciones, ilustrando el viaje interno de cinco trabajadores encargados de dibujar las líneas guía de una carretera en la provincia de nuestro país.

El líder del grupo es Toño (Damián Alcázar), un hombre de semblante duro y lleno de amargura que, tras perder su empleo a costa de un perro (sí, un perro es el culpable), debe aceptar la ayuda de un conocido que como único apoyo en su difícil situación decide ponerlo a cargo de un ecléctico grupo de personas encargadas de dibujar la línea de un camino perdido en una desértica y árida región del país. Pero el desempleo no es el único problema que aqueja a Toño quien, además, cuenta con un pasado familiar que lo atormenta y del que esta nueva aventura servirá como expiación.

A él se unen Gabriel (Joaquín Cosío), un veterano juntando dinero para una operación de la vista que le ayudará a volver a su antiguo empleo como conductor de tráilers; Atayde (Silverio Palacios), un jovial extrabajador de circo; Mario (Gustavo Sánchez Parra), el más silencioso y misterioso del grupo; y por último Pablo (Américo Hollander), un joven retraído pero de buen corazón, elemento clave para suavizar la ríspida relación que en un inicio tienen todos con Toño y su estricta forma de ver la vida.

Los elementos y los personajes para una road movie están ahí, operando como cualquier espectador podría esperar de una película del estilo: el drama cotidiano, los chispazos de humor que nacen de la rutina y el choque de personalidades, la eventual inclusión de una fiel mascota y hasta los inspirados instantes dedicados a retratar el duro pero hermoso entorno que los rodea como metáfora visual. Y aunque, como lo comenté al principio, no se trata de novedades libres del cliché, la película de García se siente honesta y eso le ayuda a salir adelante. Aunque eso no necesariamente signifique que es perfecta.

Si bien el catálogo de elementos mencionado nunca actúa en su contra, sí hay dos particularidades que a lo largo de su duración no dejan de sentirse como una piedra en los zapatos del metraje, haciendo que la firmeza de su paso eventualmente se vea entorpecida. El primero y más comprensible es el elenco que, como es el riesgo en cualquier ensamble actoral de la mano de un director novel, se siente a ratos dispar en cuanto a tono. Y es que, mientras Alcázar sigue sin lograrse sacudir ese tono casi cantado para decir muchas de sus líneas, que en proyectos más fársicos como sus exitosas colaboraciones con Luis Estrada se siente ad hoc, aquí actúa en contra del resto del elenco, que se percibe más naturalista en su desarrollo de personajes.

En ese frente el mérito principal es de Cosío y Palacios, mientras que Sánchez Parra es desaprovechado en un personaje casi silente, al mismo tiempo que en Hollander recae la responsabilidad de dotar de corazón la película, tarea para la que en ocasiones no está a la altura e incluso se siente forzado o incómodo.

El otro problema es la cercanía temática de La delgada línea amarilla con dos películas realizadas con anterioridad: Either Way (2011), una película del islandés Hafsteinn Gunnar Sigurdsson, así como su remake estadunidensePrince Avalanche (2013) de David Gordon Green que, tomando como pretexto también a unos trabajadores que pintan la línea de una carretera (aunque en estos dos ejemplos se trata de una pareja de cuñados), se sirve para jugar con las diferencias de sus personajes y cómo estas terminan convirtiéndose en el motivo de su unión, lejos de algo que los aparte.

Y no es que sea inválido tomar la inspiración de material previamente realizado (digo, justo estos dos ejemplos son precisamente ese caso) pero conociendo ambos proyectos es imposible hacer comparaciones y, en el caso de la película de García, sin duda se trata de la más débil de la tercia.
Sumado a eso, algunos tropiezos rítmicos, una urgencia por explicar las varias metáforas visuales a las que recurre, además de un innecesario final donde elshock juega un distractor papel fundamental que denota una necesidad del director por conmover de forma explícita, mentiría si dijera que La Delgada Línea Amarilla es un proyecto fallido.

Con todo y su primer acto sobre explicativo, o su abrupto e innecesariamente sacudidor final, la película de García se sostiene por los momentos en los que menos se esfuerza por decir algo relevante, gracias a la química de sus actores y un extraordinario trabajo de producción en todos sus frentes que demuestra a un director promisorio, siempre y cuando logre pulir su oficio.

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