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Jorge Fernández Menéndez
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¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?
                                              Groucho Marx

Por Jorge Fernández Menéndez

Los números de la encuesta del Inegi son terribles: la mayoría de los ciudadanos desconfía de la información que proporcionan los gobiernos federal y locales. El 55 por ciento de los encuestados no confía en los resultados electorales, 50 por ciento no confía en la disminución de la pobreza, 49 por ciento no confía en la utilización de recursos públicos y 48 por ciento no confía en el desempeño gubernamental.

Es más, el 45 por ciento desconfía de la información sobre seguridad, narcotráfico o delincuencia y el 37 por ciento de la información sobre los contratos de obras públicas. La mayoría de la gente no cree en la información pública: el 82.4 por ciento de los encuestados lo atribuye a que ésta se manipula, mientras que el 71.4 por ciento dice que la información no coincide con la realidad.

Cuando se habla de humor social o de percepción política, ésta es la base sobre los que ambos se construyen. Estamos hablando que sólo un 15 por ciento cree que la información oficial no se manipula, y dos terceras partes de los mexicanos sienten que la misma no coincide con la realidad. Es un altísimo grado de desconfianza e incredulidad, que le otorga a cualquiera que apueste con éxito por la esperanza, aunque se trate de soluciones mágicas e imposibles de cumplir, altísimas posibilidades políticas.

La batalla por la credibilidad parece casi perdida y por eso es la hora de los populistas. Lo vimos en el Brexit, en Estados Unidos con Trump, en Italia con el rechazo a la reforma de Renzi, lo vemos cotidianamente en México. No importa la información dura, preferimos, como en aquella canción de Joaquín Sabina, las “mentiras piadosas” y en muchas ocasiones francamente descaradas.

¿Por qué, por ejemplo, contra toda la información pública y clara, se mantiene o se impone en algunos ámbitos que los jóvenes de Ayotzinapa fueron secuestrados y asesinados por el Estado, o directamente por Peña, cuando el presidente municipal de Iguala y responsable de los sicarios era un perredista que había contado con el visto bueno del propio López Obrador, cuando el gobernador era también del Partido de la Revolución Democrática, cuando se sabe que esa tragedia devino de un enfrentamiento entre cárteles infiltrados en ese municipio y en la propia normal de Ayotzinapa? Se sabe cómo se secuestró y el porqué a los jóvenes, quiénes lo hicieron, dónde los llevaron, cómo los interrogaron, de qué forma murieron, cómo fueron incinerados y qué sucedió con sus restos. Y no son suposiciones, es información dura, comprobable, con más de cien detenidos que dieron su testimonio.

No importa. Los que manejan a los familiares o los señores del tristemente célebre grupo de expertos de la CIDH, dicen que “no creen” en la investigación oficial. Y eso es suficiente. Una revista publica un supuesto informe, de un supuesto asesor de la PGR que asegura nada más y nada menos que el Ejército mató a los jóvenes para robarse una droga que iba en un camión de pasajeros. No se molesta en revelar una sola fuente, hay que confiar en su palabra, “creer” en ella aunque la realidad muestre otra cosa, incluyendo el preguntarse por qué diablos un grupo de soldados tendría interés en matar a 43 personas para robar un alijo de heroína que se podrían haber llevado sin problema alguno.

López Obrador, infalible en esto de obviar la realidad para pedir que se crea en él, sin explicar nunca por dónde pasará el camino de la salvación, dice ahora que los militares tendrían que confesar sus pecados sobre Ayotzinapa y decir qué hicieron con los jóvenes. Así, dice, aligerarán su conciencia, mientras acusa al general Cienfuegos de mentiroso.

La inefable Denise Dresser, a quien luego de sus veleidades presidenciales ya la perdimos, dice que legislar sobre la participación de los militares en la seguridad interior constituye en realidad un golpe de Estado simulado, el prolegómeno a la “cuartelización” (sic) del país. No se molesta en explicarnos siquiera cómo se puede llegar a esa conclusión, dar ese salto mortal. El escritor Jorge Volpi, coautor de un libro con Dresser (texto que en realidad plagiaron de un autor estadunidense, como lo demostró León Krauze en su momento), vive desde hace años del gobierno, tuvo cargos diplomáticos y en la televisión pública, acaba de dejar la dirección del Festival Cervantino y asumió hace una semana difusión cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, pero ya se está candidateando para ser el sucesor nada menos que de Rafael de Tovar y de Teresa. Pero al mismo tiempo, Volpi es un entusiasta defensor de la teoría de que los jóvenes de Ayotzinapa fueron asesinados por el Estado, el mismo Estado del que vive y para el que trabaja.

Pero todo esto es posible porque la política se está alejando de la racionalidad, del conocimiento, de los datos duros porque la gente, simplemente, no cree en ellos. ¿Cuántos errores se tienen que haber cometido para que la gente haya caído en tamaña trampa, en semejante incredulidad? ¿Cuánto daño se puede hacer explotando impunemente ese sentimiento?

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