Por Bernardo Laris y Federico Berrueto
¿Quién tiene más poder: el dinero o la política? A lo largo de la historia, esta ha sido una de las preguntas fundamentales en el análisis del poder. Y aunque la respuesta depende del momento y del contexto, lo cierto es que ambos poderes –el económico y el político– mantienen una tensión constante, donde cada uno seduce, desafía y, a veces, destruye al otro. Lo hemos visto en Estados Unidos con Elon Musk. Lo vivimos en México con Ricardo Salinas Pliego.
El caso de Elon Musk es revelador. El empresario más rico del mundo, el ícono de la innovación y de la disrupción tecnológica, cruzó una línea que muchos magnates temen: jugar en el terreno de la política. Como si el dominio sobre los mercados, las tecnologías emergentes o incluso el espacio no fuera suficiente, Musk se dejó seducir por la arena pública, se convirtió en un activo del trumpismo y pagó un precio altísimo. No solo en reputación, sino también en credibilidad empresarial.
Y es que la política no se rige por las reglas del capital. No basta con ser brillante, audaz o millonario. La política es otro juego, con sus propias dinámicas, con su espectáculo, con sus pasiones. Musk creyó que podía imponer su visión desde arriba. Lo que logró fue quedar atrapado en una guerra cultural donde sus productos –como Tesla– se volvieron parte de una narrativa ideológica. En un país donde los consumidores votan también con la cartera, muchos dejaron de comprar un Tesla no porque el auto haya perdido calidad, sino porque no querían asociarse con “ese señor”.
Esa es una de las primeras lecciones: la política te traga. Musk, que antes era admirado por su genio, hoy es visto por muchos como un personaje errático, un traidor, un monstruo. Sus socios lo miran con sospecha. Sus empleados con inquietud. Y el mercado con dureza: las acciones de Tesla se desplomaron hasta un 20%, una caída que representa miles de millones de dólares. Todo por meterse donde no conocía.
Pero el golpe más duro no vino del electorado, sino del propio sistema político-económico. Estados Unidos, en su pulseo con China, comenzó a imponer aranceles. Tesla, que tiene producción en ese país asiático, quedó con los dedos en la puerta. Y cuando se trata de proteger intereses nacionales, el sistema no perdona ni al innovador estrella.
En México, el caso de Ricardo Salinas Pliego no es exactamente igual, pero resuena en la misma frecuencia. Un empresario hábil, pragmático, que ha sabido adaptarse a todos los gobiernos: Fox, Calderón, Peña Nieto y López Obrador. Con cada uno negoció, con cada uno ganó. Entendió rápido la vulnerabilidad de los presidentes en la democracia mexicana: necesitaban medios, necesitaban aliados, necesitaban distribución. Salinas se los ofreció todo.
Su modelo de negocio no es tecnológico ni disruptivo. Es profundamente mexicano, profundamente funcional. Cadenas de distribución propias, sistemas crediticios para los más pobres, negocios con los más fregados, como él mismo ha admitido. Un modelo que también ha aplicado Carlos Slim: vender telefonía móvil e internet a quienes ni siquiera pueden pagar la electricidad. Ahí está el verdadero negocio, ahí está el poder.
Salinas, a diferencia de Musk, no se metió abiertamente en política. Pero su activismo digital, su tono agresivo y su intervención indirecta en decisiones públicas muestran que el empresario mexicano también se siente tentado por el poder político. Solo que aprendió –todavía– a no cruzar la última línea. A jugar desde la orilla, a influir sin asumir el costo de la representación.
Lo fascinante de ambos casos es que reflejan una verdad incómoda: el poder económico es enorme, pero el político tiene la última palabra. El empresario puede comprar influencia, medios, incluso colocar embajadores, como hizo Musk con Esteban Moctezuma. Pero si el político decide cerrarle la puerta, lo puede hacer. Porque al final, quien regula los aranceles, quien dicta la ley, quien impone la narrativa, es el Estado.
¿Y qué pasa cuando el empresario se enamora del poder? El espejismo se vuelve pesadilla. Musk creyó que podía liderar el cambio social desde Twitter, que podía moldear el discurso público, que podía convertirse en un actor político sin pagar el precio de la política. La historia le enseñó lo contrario. La política es fantasía, es aplauso, es seducción. Pero también es fuego.
Y es que en política no hay hoja de resultados. No hay corte de caja. Un empresario sabe si va bien o mal: vende o no vende, gana o pierde. En la política, puedes tener millones de votos y ser un sátrapa. Puedes tener encuestas a tu favor y ser un pésimo gobernante. Pregúntenle a López Obrador. El presidente mexicano ha sido ampliamente criticado por la violencia, la corrupción, la economía. Pero su popularidad se mantiene alta. ¿Por qué? Porque entendió que la narrativa lo es todo. Inventó las mañaneras. Impuso el discurso. Se volvió el único interlocutor con el pueblo.
Eso, dicen algunos, es un avance democrático: el gobernante habla directo con el ciudadano. Para otros, es propaganda pura. Un escenario controlado, donde no hay cuestionamiento real, donde la disidencia se castiga con la exclusión mediática. Las conferencias de prensa solo funcionan mientras nadie incomode, mientras nadie haga una pregunta real. Cuando un periodista independiente lo hace, el sistema se tambalea.
¿Y la libertad de expresión? Hoy estamos en uno de sus momentos más bajos. No porque no haya opiniones, sino porque hay un solo canal dominante. Un flujo institucional que lo inunda todo. La diversidad se disuelve. Las voces críticas se callan. La autocensura manda.
Paradójicamente, en este mundo hiperinformado, con redes sociales al alcance de todos, la libertad se ha vuelto más frágil. El ruido ha sustituido al debate. La reacción ha vencido al análisis. La desconfianza reina. Hasta el descubrimiento de la cura del cáncer sería cuestionado en Twitter.
En Estados Unidos, la libertad de prensa tiene sus propios demonios: polarización, demagogia, medios que son más bien partidos disfrazados. Pero ahí sigue habiendo una pluralidad que México ya no conoce.
¿Quién domina realmente? ¿El dinero o la política? El empresario puede tenerlo todo, pero si no entiende el alma del poder político, está condenado. El político, por su parte, puede fingir cercanía, pero si olvida los límites, arrasa con todo. El drama de nuestro tiempo es que ambos quieren ser lo que no son. El empresario quiere gobernar. El político quiere vender.
Y entre los dos, el ciudadano queda atrapado.