Por Marco Antonio Cortez Navarrete
La belleza de la soledad es sutil, profunda, casi sagrada. No es el vacío que asusta, sino el espacio que libera. Cuando solo estás tú y tu alma, sin máscaras, sin ruido, sin ojos que juzguen, emerge una verdad que solo la calma puede revelar.
Es en la soledad donde el alma respira sin prisas. Donde las preguntas no necesitan respuestas inmediatas y los silencios no son incómodos, sino fértiles. Es ahí donde empiezas a escucharte, no con los oídos, sino con el corazón. Y lo que escuchas no siempre es bonito, pero es real. Es auténtico.
Estar solo no es lo mismo que sentirse solo. La soledad elegida es un acto de amor propio, un refugio donde te haces compañía, donde aprendes a ser suficiente para ti. Allí, los pensamientos se ordenan, los sueños se afilan, las heridas empiezan a cerrar sin que nadie te apure.
Es un terreno fértil para la creación, para la introspección, para redescubrir lo simple: el sonido del viento, la textura del pensamiento, la paz de saber que, aun en el silencio más profundo, hay vida latiendo dentro de ti.
En ese “nada más” entre tú y tu alma, ocurre algo milagroso: te recuerdas. Y al recordarte, te reencuentras. Y en ese reencuentro, hay belleza. Una belleza que no necesita ser vista por otros para existir.