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Jorge Fernández Menéndez
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Por Jorge Fernández Menéndez 

Los sacerdotes Alejo Nabor Jiménez y José Alfredo Suárez de la Cruz fueron asesinados en Poza Rica, Veracruz, víctimas, como escribió el papa Francisco, ”de una inexcusable violencia”. Es verdad, más allá de cómo se hayan dado las cosas, el grado de violencia que se vive en distintas zonas del país no se puede justificar, pero sí explicar un crimen de estas características. Los sacerdotes, según las investigaciones oficiales, convivieron con sus victimarios y éstos, en algún momento de la noche los secuestraron, les robaron cinco mil pesos, producto de las limosnas del día y se llevaron dos automóviles de su propiedad. Fueron maniatados, torturados y asesinados con disparos en el rostro porque así se mata, con esa brutalidad, en Veracruz, en Guerrero, en Michoacán, en prácticamente todo el país, porque ése es el nivel que han impuesto los sicarios y los grupos criminales. Y porque resulta, también, una forma de ocultar crímenes que se han cometido por razones muy alejadas de la delincuencia organizada.

Casi al mismo tiempo que los sacerdotes eran asesinados en Poza Rica, una mujer española, ejecutiva en IBM, María Villar Galaz, era secuestrada en la zona más lujosa de Santa Fe, en la capital del país. Hubiera podido ser un caso más de secuestro exprés, pero la señora era la sobrina de Ángel María Villar, presidente de la Federación Española de Futbol y uno de los personajes con mayor influencia, no sólo en el deporte, de ese país. Como en muchos otros casos, se pagó un rescate menor al que pedían los criminales, pero el cuerpo de María apareció dos días después, abandonado en un riachuelo de Toluca, con una bolsa en la cabeza, asfixiada. Las autoridades no tienen claro qué es lo que sucedió con María, pero su muerte parece ser, una vez más, el producto del accionar de una banda de esas que pululan por la mayoría de las ciudades del país, las cuales no se limitan ya a robar, secuestrar, agredir: en su lógica está ya el quitar la vida, el borrar huellas vía el asesinato de sus víctimas. La vida no vale nada.

Más allá del inútil debate entre las autoridades capitalinas y del Estado de México sobre dónde se cometió originalmente el crimen (fue secuestrada en un taxi que salía de Santa Fe hacia Polanco, según se dijo primero, en un cajero automático de un centro comercial de la zona, se dijo después, el cuerpo apareció en Toluca, Estado de México), lo cierto es que el caso de María ha trascendido por su nacionalidad y por el peso político de su tío, pero es inocultable que en el área metropolitana de la Ciudad de México ha desaparecido una mujer al día, sólo durante este 2016. En ocasiones aparecen sus cuerpos, en ocasiones no, pero el porcentaje es brutal.
María, desgraciadamente, es parte de una estadística que la gente y las autoridades suelen ignorar. Y esos crímenes ocurren con tanta frecuencia y con tanta saña porque quedan, en un porcentaje altísimo, impunes.

Por eso es tan importante que casos como el de los dos sacerdotes de Poza Rica y el de María Villar, se esclarezcan y que exista certidumbre plena sobre las investigaciones. Nada puede justificar que dos sacerdotes sean sacados de su parroquia, hayan convivido o no con sus victimarios, o que una ejecutiva sea secuestrada en uno de los lugares más vigilados y seguros de la ciudad. Pero hay que entender que esos casos están en los medios porque son paradigmáticos, porque son mediáticos, aunque hay miles de familias que han sufrido pérdidas similares y que quedan en el anonimato.
Por eso, debemos resistirnos a las simplificaciones: los sacerdotes de Poza Rica no fueron asesinados por serlo, María no se convirtió en víctima por ser familiar de un poderoso. Es mucho más terrible: simplemente, les tocó morir en una sociedad víctima de esa “inexcusable violencia”, alimentada por la impunidad.

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