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Andantes y firmantes

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Cuarenta aspirantes sin partido a la Presidencia de la República recorren el país en busca de algo más de 850,000 firmas de ciudadanos que deben reunir a más tardar el 15 de diciembre para lograr su candidatura. Son especialmente notables Margarita Zavala, ex-dirigentes panista; Pedro Ferriz de Con, añejo locutor; “El Bronco”, ex-priísta y primer gobernador independiente; y Marichuy; militante zapatista. Desde el inicio de la caza de firmantes, los aspirantes han externado distintas quejas, destacadamente en contra de la aplicación proporcionada por el INE para registrar las firmas. Este ejercicio, como otros de las elecciones, revelan condiciones graves en el funcionamiento de nuestro sistema electoral.
  El problema de fondo no es desde luego la eficacia de la “app” del INE. Ni siquiera lo es la cantidad de firmas que cada caminante debe reunir. Es verdad que pedir a alguien que se postula sin el respaldo de un partido, las firmas del 1% de la lista nominal de electores es una simulación abusiva, pues aparenta apertura del sistema, pero en realidad impone una barrera casi infranqueable. Esas firmas equivalen aproximadamente al 1.5% de los votos efectivos, la mitad de lo que un partido necesita para conservar su registro electoral. Pero no. El problema real es la forma como se concibe y regula la competencia electoral misma.
  Para competir en elecciones la Ley exige, tanto a partidos como a independientes, demostrar un apoyo ciudadano masivo previo a los comicios. Es decir, se concibe que quienes no tengan este apoyo no deben poder ser electos por los ciudadanos. La idea, manifiesta textualmente de vez en cuando, es que la votación es algo muy volátil, y que si no se controlan características básicas de los posibles candidatos, los electores le pueden dar el voto a cualquiera que no tenga el merecimiento para ello; que obtener un cargo de elección sólo debe ser posible para quienes tienen un apoyo ciudadano distinto al del voto, y que condiciona la legitimidad de éste. Estas ideas, plasmadas en leyes, exigen a los partidos una amplia estructura de masas y a los independientes una enorme recolección de firmas, pues no reconocen el valor supremo del voto en la constitución del poder del Estado. En otros países, España o EE. UU., por ejemplo, cualquiera que lo pretenda puede ser candidato a presidente, con pocos requisitos más allá de inscribir su candidatura. En esos sistemas, el supuesto es que la legitimidad popular no es condición para competir electoralmente, sino su resultado. Son las elecciones las que permiten saber quién tiene legítimo apoyo popular. Sólo al ciudadano, no al Estado, toca decalificar a un contendiente, en las eleccciones mismas y no antes.
  La antigualla autoritaria del registro de partidos debe dar paso a la libre competencia electoral.

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