PRIMER EJEMPLO: cuando algunos políticos afirman que “la
inseguridad tiene relación directa con los índices de pobreza”.
REFLEXIÓN: Suficiente problema tiene el pobre con vivir
en la pobreza, para que -además- venga un político a considerarlo como
“delincuente en potencia”. Es una ofensa imperdonable a millones de mexicanos
que nacen, crecen, viven y mueren en la pobreza con absoluta dignidad, sin
haber delinquido jamás. Es lógico que los sociólogos, psicólogos y
criminalistas hagan valoraciones científicas sobre la influencia del entorno
familiar, las condiciones socioeconómicas y la educación, para entender la
formación de un delincuente. Pero políticos y gobernantes no pueden expresar
una conclusión tan simplista y falaz como considerar la pobreza como caldo de
cultivo exclusivo de la delincuencia.
SEGUNDO EJEMPLO: Cuando algunos políticos y funcionarios
gubernamentales afirman que “la corrupción es un problema de orden cultural”,
propio de nuestra “condición humana” (conclusiones expresadas antaño por el Presidente
Peña Nieto y –esta misma semana- por Virgilio Andrade, Secretario de la Función
Pública)
REFLEXIÓN: Pareciera que la conclusión gubernamental se
asemeja a aquel viejo y patético dicho que dice “estamos como estamos porque
somos como somos”. Soy de la opinión de que lo anterior es una barbaridad.
Pensar que la corrupción tiene un origen cultural es falso. Concluir que
nuestra condición humana es de naturaleza corrupta es, a todas luces, una
estupidez mayúscula. Aceptar la corrupción como fenómeno cultural equivale a
renunciar a toda posibilidad de modernizar al país.
Cuando el Presidente
o el Secretario de la Función Pública afirman que la corrupción es un
problema cultural le están diciendo a la ciudadanía que poco o nada pueden
hacer para revertir este problema, dado que modificar la cultura o los hábitos
no es algo que se pueda hacer en un sexenio. Vaya pues…
Coincido con León Krauze cuando éste replicó al
Presidente Peña Nieto sus afirmaciones. Krauze argumentó acertadamente que en
Estados Unidos viven “más de 13 millones de mexicanos dispuestos a pagar sus
impuestos, a no transgredir las señales de tráfico y a obedecer las leyes”. El
periodista concluyó que la corrupción entonces no es un asunto relacionado con
la cultura de las personas, sino con el funcionamiento de las instituciones. Y
esa realidad no sólo se observa en los connacionales que viven permanentemente
allá. Cualquier mexicano que cruza el río Bravo o que viaja por vía aérea o
carretera a diversas regiones de los Estados Unidos, se comporta como lo hacen
los ciudadanos norteamericanos, es decir, obedeciendo la ley.
Visto lo anterior, resulta terrible y preocupante que
nuestras autoridades consideren que el
combate a la corrupción en México verá sus frutos cuando se produzca
(tal vez en la próxima glaciación) un “cambio cultural” o una transformación de
nuestra “condición humana”.
Considerar a la corrupción como un asunto de índole
cultural es un grave error, porque equivale a la claudicación del Estado, bajo
la falaz premisa de que “el tiempo lo resolverá”. Es perpetuar una política de
abusos, impunidad y privilegios que tanto daño ha hecho a México. Es justificar
la corrupción del presente como “inevitable”, como parte de nuestra “esencia
nacional”.
Reitero la primera línea de este texto: Los políticos
hablan sobre todos los temas. Algunas veces, deberían callar.